No me gustan los anuncios en que se ve a ese ejecutivo en que toma esa o esa otra pastilla revitalizante y sale como nuevo a los pocos minutos de ingerirla. Para mí la “pastilla” para “cargar las pilas” consiste en escaparme al pueblo, uno de los principales ingredientes de mi eficacia. Separarme del barullo, reunirme con los míos, disfrutar del paisaje, pasear por el campo o por la playa.
Llega la primavera y con ella mi ajuste de actividades para poder vivir el fin de semana en mi casa del pueblo. Los que habéis estado allí conmigo, la reconoceréis de la mano de una excelente novela de Manuel Vicent, “Verás el cielo abierto”.
Nada más llegar, dejamos las bolsas en la cocina de casa, esa sencilla, espaciosa y blanca, que … recibe la primera luz del sol por una ventana abierta al patio.
Visitamos la carnicería y la frutería, en un tibio intento de conseguir alimento para el fin de semana.
Y nos escapamos con las bicicletas dejando lejos ese recuerdo del olor a solución de pegamento que usaba para arreglar los pinchazos de las bicicletas, cuando hace años arreglaba la mía y las de mis amigos.
Nos alejábamos de un pueblo desde el que ya nos llegaba a ráfagas el cántico del Vía crucis, persona a tu pueblo, Señor, que traía la brisa de abril, la misma que doblaba las brisas de anís y de lavanda en aquella falta del monte.
Ahora no llevábamos el zurrón para coger las moras de septiembre, que probábamos a la sombra de la morera, en el jardín, ni oíamos las ranas que flotaban extasiadas con las patas abiertas entre el limo de una pequeña alberca.
Un paseo corto, de casi una hora, visitando dos pueblos cercanos y regresábamos a la casa. Después de dejar bien situados a mis huéspedes en sus habitaciones y decirles que procurasen quitarse los relojes, nos reuníamos junto a la chimenea ahora apagada y luego pasábamos a ver la cocina y la enorme despensa. Bajábamos al jardín y desde allí les conducía a la parte trasera de la vivienda, donde había un establo para dos caballerías y una corraliza para los aperos de labranza.
Cenábamos pronto y luego nos quedábamos charlando. Ya sabían que yo me sentaba en mi mecedora que en mi ausencia el fantasma usaba para meditar sobre las plagas de las frutas y para descansar al regreso de las cacerías.
Ese fantasma que mis amigos también han oído por la noche, y que les ha hecho salir de sus habitaciones. Arrastraba pesadamente las piernas, una de ellas más pesadamente, la izquierda, inutilizada por una bala de la guerra. Era el espíritu del hermano de mi abuelo que ahora movía alguna que otra silla para acomodarse.
Tras ésta y otras historias, salíamos de noche para dar una vuelta por el pueblo. Los únicos en las calles.
A la mañana siguiente, mis invitados sin relojes, se acercaban al de la cocina y comprobaban algunos con estupor que el reloj marcaba las seis y diez. Les explicaba por qué desde hace más de veinticinco años seguía marcando esa hora. Aquí –les decía-el tiempo lo marcamos nosotros. Aquí no hay prisa. Si hay que salir de paseo, avisamos por la escalera, y todos se van incorporando a la placeta que tenemos nada más salir de la casa. Ya de regreso, saben que la comida está preparada porque sube el olor de las cazuelas.
El día amaneció despejado. Me encanta pasear a cielo abierto, sin tropezar mi mirada con las luces de los semáforos, los escaparates, los coches que corren, la gente que se apresura por llegar a esos grandes almacenes para comprar cosas que muchas veces luego arrinconan.
Día de bicicleta, aire libre, cielo azul. Comida y siesta de las de antes, de esas de “pijama y orinal” como solía decir mi suegro.
Por la tarde, a la sombra de la morera, otra historia, también verídica. Aquí no fue ese caballo que no paró de relinchar tres noches seguidas, sino uno de los perros que tenía mi vecino, que estuvo ladrando dos días seguidos, con sus noches, mirando a las tapias del cementerio viejo, que tenemos a pocos metros, hasta que mi cuñado, hombre piadoso y temeroso de Dios, se acercó a las tumbas, vio que algunas estaban abiertas, los huesos por el suelo –fue el temporal de la pasada semana-, los recogió en una bolsa y se los entregó al cura para que dijera una misa por el alma de esos difuntos. El perro, desde entonces no volvió a ladrar.
Se hace tarde. Estoy en Zaragoza, escribiendo. Miro el reloj porque tengo que preparar la cena, contestar a varios e-mails, enviar SMS a mis hijos para desearles buen viaje. No puedo hablar con ellos ahora porque sus móviles están “apagados o fuera de cobertura”. Me falta llamar al fontanero de la Comunidad porque la bomba de agua hace un ruido espantoso que nos dificulta dormir. La mejor hora para localizarlo es a partir de las diez de la noche, en su casa. Es como de la familia. La bomba se estropea tantas veces que le voy cogiendo cariño, a la bomba, la pobre, vieja y dolorida.